Cambiando la adversidad en Entrada Triunfal
Todo lo que el Señor toca está marcado de triunfos, que no son otra cosa que transformar lo ordinario en extraordinario, al revestir lo temporal con auras de eternidad. Cambió el humilde y mal oliente pesebre, en cuna de gloria, la ignominiosa cruz en señal de vida eterna, y la muerte en resurrección. Es que las respuestas obedientes a la oración, transforman las adversidades en avenidas de triunfo.
Algo que nos impresiona de la entrada triunfal es que, para Jesús, entrar en Jerusalén significó enfrentar su mayor conflicto, su dolor más profundo, la crisis más seria de toda su existencia terrenal. No obstante, no lo evita. Entra por el centro y transforma el conflicto, la adversidad, en victoria. Quiero ver ese aspecto de cerca, porque nosotros en Puerto Rico estamos próximos a enfrentar días difíciles y los podemos tratar de evitar huyendo en aviones o en viajes emocionales; o podemos enfrentarlos y transformarlos en conquistas, para la gloria de Dios. Quiero encontrar en este evento algunas claves que nos ayuden a conquistar la adversidad y transformar su encuentro en entradas de triunfo. Una de estas claves la encontramos en el Monte de la Transfiguración.
Luego de anunciar Su muerte a los discípulos, Jesús sube al monte a orar. Allí se transformó Su rostro y aun Sus vestiduras fueron investidas de gloria. Allí conversó con Moisés y Elías. Hablaron de Su partida, que tendría efecto en Jerusalén, y de los detalles del plan del Padre Celestial.
Mientras oramos, nuestro rostro cambia. Mientras oramos, las perspectivas de la vida se afinan. Mientras oramos, ocurren transformaciones en lo que los demás ven en nosotros. Las perspectivas de quienes nos rodean, cambian. Nuestros rostros cambian, y los de ellos también. Lo que experimentamos nos cambia y transforma la forma en que los demás nos ven a nosotros. Pero, más importante, cuando lo eterno invade lo temporal, la manera en que nosotros mismos vemos el mañana, se transforma. Lo que nos invitaba a las rutas del escape, desaparece y aparece una óptica, que nos permite declararnos más que vencedores en Cristo.
Quien sube al Monte de la Oración, no temerá enfrentar su futuro. Los que suben al Monte de la Oración, muestran en la firmeza de sus pasos que han conversado con Dios. Los que han sido transformados no le tienen miedo a su Jerusalén, porque conocen que al final del camino, Dios les dará la victoria. Podremos encontrar en nuestra Jerusalén coronas de espinas para nuestra frente y es posible que alguien azote nuestras espaldas. Pero nadie, nadie podrá robarnos la dignidad. Nadie, nadie, nadie podrá hacer que bajemos nuestra frente. Porque venceremos el mal, con el bien; porque haremos el bien y no el mal; porque viviremos en nuestro caminar el plan de Dios, y al final del día veremos Su gloria.
No debemos tenerle miedo a los retos del mañana. Debemos enfrentarlos, conquistarlos y transformarlos en momentos de triunfo. Jesús pudo haber escogido evitar a Jerusalén y evitar la Cruz. Pero, para Él, la Cruz y Jerusalén significaban obediencia y el cumplimiento del propósito divino. No es tiempo de huir, es tiempo de cumplir. No es tiempo de escondernos, es tiempo de subir a lo alto del Monte, donde nuestro propósito en la vida es revelado. Es tiempo de encontrarnos con Dios, con nosotros mismos, y así enfrentar victoriosos nuestro mañana.