LA RESPUESTA ADECUADA AL AMOR MATERNAL

Muy amados en el Señor: Para la época en que ocurrió el huracán San Ciprián, mis abuelos y sus cuatro hijos vivían en Barrio Obrero. Parecía tan fuerte su casa, que se llenó de vecinos para refugiarse. Fue una sorpresa cuando el techo se desprendió en una sola pieza. Abuela Carmen desprendió y levantó el linóleo que cubría la madera del piso, levantando y moviendo a la vez todos los muebles que estaban sobre ello. Con el linóleo cubrió a sus cinco hijos y los defendió de la fuerza de aquel histórico huracán. Mirando en retrospectiva aquel acto heroico, nos parece que el mismo viento del huracán ayudó a levantar lo que parece humanamente imposible, pero que sucedió a vista de los vecinos que estaban allí y de la familia. Pero el otro factor es la fortaleza y el poder del amor de una madre. Ambas fuerzas se unen: el soplo divino y el amor maternal. Hay algo del cielo en el amor de nuestras madres, y es Dios mismo quien pide que las reconozcamos.

Queremos pues, desde el Centro Cristiano, reconocer al amanecer de nuestras mañanas, a las que nos dieron a luz, a las que alumbran la existencia con sus ternuras y afirman nuestro carácter con el tesón de sus convicciones, a nuestras queridas madres. La Palabra dice: “Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra”.

¿Y cómo podemos honrar a nuestras madres? Las podemos y debemos honrar con nuestros cariños y cuidados. Se dice de una madre ya ancianita que tenía dos hijos, uno muy pobre, económicamente hablando, y el otro, muy bien acomodado. Ellos planificaron cuidar a su querida madre en los años maduros. El plan consistió en alternarse el cuidarla por tres semanas consecutivas en cada casa. Esto es, la madre estaba tres semanas corridas en la casa de su hijo millonario, y luego estaba tres semanas en la casa de su hijo pobre. Cuando se quedaba en la casa millonaria, se vestía de ropas muy caras, y toda la comida era preparada con exquisitez. No podía comparar con las grandes limitaciones de la casa del hijo pobre. Pero luego de un año y medio, el hijo acomodado observó que cuando su mamá se quedaba en la casa de su hermano, no quería regresar a la mansión. Quería quedarse en la casa más pobre. Así que un día le preguntó, ¿a qué se debía eso? La contestación fue tan sencilla, como sorprendente. La madre le dijo: “Aquí ustedes me tratan muy bien y me dan todo lo que yo necesito. Pero en la casa de tu hermano me rascan la espalda”. Encerrada en esas palabras había una grande verdad. Lo que más necesita la gente es cariño, afecto y ternura. Para honrar a una madre, hay que quererla, perdonarla, bendecirla en todas las maneras posibles. Si le podemos dar cosas materiales, pues lo debemos hacer. Pero lo primordial es el amor. Que se sienta atendida, bien cuidada, que no se sienta sola.

El único amor comparable al de una madre es uno fuera de este mundo. Es solo comparable al amor de Dios. El amor divino es tal que da su vida por nosotros. Eso es lo que hizo Cristo por nosotros en la cruenta cruz del Calvario. Aunque no se habla mucho de ello, Dios también espera que lo amemos. Si las narrativas del Cantar de los Cantares hablan de la relación de Cristo y de su Iglesia, entonces el novio también anhela los cariños de la novia. Más aún, el Cristo resucitado hablando al corazón de la iglesia en Éfeso, le felicita diciendo: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos; y has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado”. El que había dado su vida por la iglesia decía “yo conozco tus obras”. ¡Y eran buenas! Jesús agradecía tanto su paciencia, sus trabajos y aún el que hubiesen sufrido por su causa. Con todo, también les dice: “Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido”. Cristo también anhela nuestro cariño, nuestro afecto, nuestra ternura. ¡Dios anhela nuestro amor!

De igual manera, creo que muchas madres, que no quieren herir a sus hijos con semejante comentario, sufren en silencio el que sus hijos hayan perdido “el primer amor”. No es que no hallan “obras”, es que falta la ternura que alimenta los corazones.

Hubo un hijo cuyo corazón de piedra lo llevó a cargar a su mamá inválida a un monte donde la dejaría sola a morir. Durante el trayecto la madre agarraba distintas ramas y luego lanzaba en el suelo las hojas. En un descanso, la curiosidad del hijo no pudo más y le preguntó a su madre por qué lanzaba las hojas al suelo. Ella contestó diciendo: “para que de vuelta encuentres el camino, no quiero que te pierdas en esta montaña traicionera”. El joven comprendió las dimensiones del amor que le permitió ver la luz del día, y que parece no agotarse al nosotros perder el primer amor. Primero la cargó sobre sus espaldas en un saco, ahora la llevaba en sus brazos de vuelta a casa. Primero sentía una pesada carga en sus espaldas y otra en el corazón. Ahora le parecía cosa liviana responder al amor de una madre.

Hijos, volved a las primeras obras, volved al primer amor. Sé que Dios mirará con agrado y recompensará con vida abundante todo lo que hagas para honrar a mamá. Que el Señor te bendiga en ello.

Rvdo. Miguel A. Morales Castro

Pastor General

Mayo 2018