En Pentecostés…

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.

Hechos 2.1-4

 

El día de Pentecostés se encontraban reunidas en un aposento alto unas 120 personas.  Esperaban y no desesperaban, porque era fiel quien les había dado la promesa.  Oraban y confiaban, porque creían que habría un mejor mañana.  Los pueblos con esperanza tienen sueños para su mañana.  Un pueblo sin esperanza, es un pueblo sin fuerzas para su futuro.  La raíz de la esperanza de quienes se reunieron para orar no era su perfección personal.  La fuente de su esperanza estaba en la perfección del que había prometido.  Si la fuente de su esperanza hubiese radicado en su interior, hubiesen estado como una cisterna que no retiene agua.  En su pasado reciente había errores y faltas.  Algunos negaron a Jesús y otros le habían dado la espalda a la cruz.  Pero no estaban atados a su pasado, sino a una promesa que encerraba esperanza.  El fundamento de nuestra esperanza se alcanza en la oración que lleva a la unidad al pueblo de Dios.  Si nuestra esperanza se encuentra en Jesucristo, el Verbo hecho carne, la verdadera Palabra de Dios, entonces nuestra esperanza no está cimentada en la mentira, sino en la verdad.

Como ocurre con los pueblos donde reina la esperanza, al filo del tiempo señalado por Dios, que en este caso fue de diez días, todos ellos y ellas estaban unánimes juntos.  Y fueron llenos del poder del Espíritu Santo.  Lo negativo fue absorbido por lo positivo, las diferencias fueron superadas por el amor, la esclavitud del miedo terminó con la adopción de la gracia.  Las diferencias culturales y lingüísticas, todas fueron superadas con el idioma del amor de Dios.

Es un milagro muchas veces pasado por alto.  Se conjugaron las voluntades de quienes eran diferentes, con el deseo de Dios de que fuesen uno.  Somos parte de una iglesia que se hace familia todas las semanas alrededor de la mesa que sirve el Señor.  Cada semana ocurre el milagro de la unión de voluntades para ser un solo cuerpo, cuya cabeza es Jesucristo.

La mesa de comunión de la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en Buena Vista fue diseñada por el arquitecto César Santos.  Tiene doce columnas en stainless steel.  Cada una adornada por piedras semejantes a las 12 del efod del sacerdote del Antiguo Testamento.  Las columnas se dividen en dos grupos de seis, a ambos lados de la mesa.  En la parte baja y en la parte superior hay unas piezas hechas con tres tipos de madera, con distintas tonalidades de color.  Es coronada con una pieza de cristal que pesa 350 libras.

Cada una de las doce columnas representa a un discípulo.  La piedra distintiva representa la diversidad, pues no hay dos discípulos iguales.  Las doce columnas juntas representan a la iglesia, unida, sustentada y cubierta por la trinidad.  La pieza de cristal transparente representa el puro amor de Dios, que corona nuestra unidad.  La comunión se ofrece sobre la unidad del pueblo de Dios.  En Pentecostés las diferencias se transformaron en la fuerza y el poder de la unidad en Cristo.  Todos fueron llenos del poder de Dios para llevar el mensaje de fe y esperanza que el mundo necesita.

Una vez llenos del poder del Espíritu Santo, sus vidas fueron gobernadas por la esperanza.  El que negaba a Jesús, ahora lo proclamaba públicamente como el mesías prometido.  Los que habían huido y se escondían, ahora hablaban abiertamente y sin miedo de que Jesucristo es el Señor.  Y lo más maravilloso es que esa comunicación humana estaba ungida y llegaba mucho más allá de lo que hace vibrar un tímpano.  Superando las limitaciones del idioma humano, esa Palabra llegaba a los corazones, que eran tocados por esa gracia transformadora y miles se convirtieron en creyentes en Jesucristo.   La gracia esperanzadora de Cristo es comunicada por la Palabra y vivificada por el Espíritu Santo en los corazones que la reciben.  Y todo ello es un bello milagro de amor.

La Iglesia de Jesucristo, en sus horas más oscuras, ha visto la gloria de Dios y ha disfrutado de la esperanza que otorga el poder del Espíritu Santo por nuestra fe en Cristo.  Hechos 4.29-31 ilustra la actitud propia de quien vive en una esperanza que transciende las edades y los tiempos.  Estando bajo amenaza de muerte, oran al Señor y le piden: “Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús. Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.”

Es la misma actitud que Puerto Rico vio en la gran depresión, cuando la Iglesia Cristiana recibió el aliento poderoso del Espíritu Santo sobre las vidas que oraban y esperaban en el Señor.  Dios nos otorgó un gozo tan grande, que se compusieron los más bellos himnos a la gloria de Dios.  Himnos que trascienden los tiempos y las edades porque no nacen del dolor, sino de una esperanza que no avergüenza.

La Palabra de Dios confronta lo que los ojos ven con la realidad de Dios que la supera.  Las tristezas nos paralizan y nos ciegan a mucha realidad.  La esperanza nos permite ver las cosas como son y no como las tristezas nos las quieren mostrar.  Yo era pastor en Espinosa en tiempos de grandes retos de todo tipo.  Era estudiante en el Seminario, la iglesia estaba creciendo, estaba atendiendo la obra en Río Lajas y tenía mis retos personales.  La realidad era que todo lo que Dios había puesto en mis manos estaba creciendo.   Tenía la mejor esposa del mundo y Dios nos había regalado a los hijos más deseados que uno pueda tener.  Era feliz en extremo y lleno de la bendición de Dios.  Pero me estaba enfocando en detalles pequeños, que realmente no componen la felicidad.  Tenía estrechez económica y mucho, mucho trabajo.  Cosas que ahora veo, solo me hicieron bien.  Un día estaba lavando un carro que ya tenía que cambiar y no podía cambiar.  Pensaba en todas estas cosas y pasó un caballero que no sé quién es.  Me gritó: “¡Qué buenas están las cosas!”  Yo le pregunté: ¿Qué, qué?  Y me volvió a repetir: ¡Qué buenas están las cosas!  Dejé de lavar el carro y le pregunté: ¿Y por qué usted dice que las cosas están tan buenas?  Me contestó: “Mira como está el mangó tirao en el piso.”  Había un palo de mangó frente a casa y habían muchos mangoes en el suelo.  Siguió diciendo el caballero: “Cuando yo me criaba no había ni un mangó en el suelo.  Los tumbábamos verdes.  ¡Qué buenas están las cosas!”  Mi actitud cambió.  Miré las cosas como son.  Las cosas estaban buenas.   

Una palabra puede abrir nuestro entendimiento.  La Palabra de Dios puede abrir el cielo para nosotros.  Habacuc tuvo una gran tristeza y conflicto con la condición de su pueblo y con la realidad de los tiempos adversos que se acercaban.  Pero Dios le habló y la Palabra de Dios le tocó.  Dijo Habacuc: “Oh Jehová, he oído tu palabra, y temí. Oh Jehová, aviva tu obra en medio de los tiempos, en medio de los tiempos hazla conocer; en la ira acuérdate de la misericordia.”   Habacuc sabía que se avecinaba un tiempo más difícil que el que se vivía.  Un ejército enemigo invadiría.  Pero la Palabra de Dios y el Espíritu Santo de Dios habían sembrado la esperanza de un avivamiento en medio de los tiempos.  Eso es lo que Dios hace.  Nos da vida, fe y esperanza en medio de los tiempos adversos.

Al filo del libro Habacuc, señala: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; Pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí; si bien estaré quieto en el día de la angustia, cuando suba al pueblo el que lo invadirá con sus tropas.   Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación.  Jehová el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar. “

Esto es lo que le hace falta a Puerto Rico.  Un avivamiento que nos devuelva la esperanza.  Y parte de ese avivamiento nos llega en el testimonio de las vidas que están llenas del poder del Espíritu Santo.

Que Dios nos encuentre unánimes juntos, que soplen los fuertes vientos que avivan la esperanza y que salgamos a decirle a Puerto Rico y al mundo que nuestro Redentor vive.  Que así nos bendiga Dios.